Mauricio LLaver
29 marzo, 2024 09:43

Vinos en mi recuerdo

La aclaración fundamental que tengo que hacer aquí es que esto no es un ranking de vinos. Es decir, no están en un orden de preferencias. Son simplemente los vinos que más me han impactado (hasta ahora) y como es imposible desafiar a las leyes de física, no puedo ponerlos a todos en el primer lugar. Por diferentes razones, amo a cada uno de ellos.

Échézeaux Romanée-Conti 1982. Es algo fuera de lo común, como un milagro en una copa. Lo probé un día de 2002 en Mendoza, en una finca que acababa de comprar el catalán Joan Casals, con un chivo en el horno de barro. Fue una comida que se armó espontáneamente después de la primera inauguración informal de la bodega O. Fournier. Estaba con mi amigo Enrique Chrabolowsky y un montón de españoles, que abrieron todos los mejores vinos argentinos que había en el momento. El Échézeaux es absolutamente indescriptible para mí, desde su color hasta su aroma, con un paladar y un retrogusto como nunca volví a encontrar.

Château Mouton Rothschild 1996. Lo tomé en Catena Zapata, en una degustación que armó su enólogo, Alejandro Vigil. Después de haber probado más de 25 vinos de la casa, almorzamos ahí mismo y abrió esta botella, entre otras. Lo podría comparar con una hermosa mujer, como Ingrid Bergman en Casablanca. Una vez más, me faltan las palabras. Pero un vino de esa categoría lo hace sentir a uno como estando cerca de la cima.

Norton 1959. Es un blanco, de base semillón, que tuve la suerte de probar en la bodega Norton, un día que me invitaron a un almuerzo con los descendientes del fundador de la bodega. Michael Halstrick, dueño de Norton, se lo ofreció a la mayor de las descendientes (de 94 años), porque había sido la última cosecha que su marido había elaborado en la bodega. El vino estaba increíblemente vivo, complejo, para quedárselo tomando durante un largo rato, quizás cerca de comenzar su declinación. Lo compartimos con Jorge Ricitelli y Clarita Argerich, entre otros.

Vega Sicilia cata vertical. Aquí debo decir que me refiero a la marca en general, porque tuve la suerte de que, gracias a una gestión de José Manuel Ortega, nos abrieron las puertas de la bodega del Duero para hacernos una cata vertical (ver nota aparte en la sección ‘Vinos’). Fue toda una experiencia, inolvidable, con su enólogo Xavier Ausás, quien nos hizo probar varias cosechas de las marcas Único y Valbuena. Es un caso en que la marca supera a cada una de sus individualidades: puedo decir que un Vega Sicilia es una cosa grande, independientemente de la cosecha. O al menos así me quedó registrado en mi paladar.

O. Fournier BCrux 2002. Me habían regalado una botella por haber sido jurado en un concurso y quedó guardada en su caja de madera, sin mayores cuidados especiales. La cargué para unas vacaciones en Chile en enero 2008. Cuando la abrí, fue como una explosión de chocolates como no me acuerdo haber sentido en ningún otro vino. Después se fueron sumando aromas, pero ese fue el que más me impactó. La dejé abierta muchas horas y la fuimos tomando despacito con mi esposa e hijo, a lo largo de un almuerzo y una cena. Una delicia, amplificada por las vacaciones.

Clos de los Siete 2003. Me habían invitado con un grupo de colegas a hacernos conocer la bodega, a través de mi amigo “Pancho” Páez, vendedor de grandes vinos. Nos recibió Carlos Tizio y, cuando comenzamos la degustación, para mí fue como una revelación. “Es un perfumito francés”, me salió decir. Lo notable es que desde entonces siento la misma sensación con cada cosecha. Es uno de los grandes vinos argentinos, con una calidad de una regularidad asombrosa.

El Enemigo Malbec 2008. Lo probé en la misma cata en que tomé el Mouton Rothschild ’96. Nos lo abrió Alejandro Vigil y nos quedamos todos absolutamente impactados. En ese mismo momento me salió otra definición, que repito permanentemente: “Es un vino que se aguanta un atardecer, una cena de platos fuertes y un postre”. Es increíble, distinto, medio loco, como su creador Alejandro.

Lindaflor 2006. Lo trajo Marcelo Pelleriti a una cena en mi casa. Tenía una potencia increíble en ese entonces, y estaba claro que la iba a mantener por unos cuantos años. Es un vino completo, pleno, jugoso, con una mineralidad que sorprende: es el fondito algo salado de los grandes vinos, que les permite sostener unas tenidas formidables con las buenas comidas.

Chandon Brut Imperial. Un fin de año increíble, Chandon me mandó dos botellas de regalo. Las guardé para una ocasión excepcional, que llegó un tiempo después, cuando escrituré mi nueva casa. El color dorado, la persistencia de las burbujas, la temperatura (que estaba perfecta), todo hizo que se transformara en el recuerdo del mejor champagne que he probado. Todavía lo comentamos con mi cuñado, que se quedó igual que yo de asombrado en aquella cena.

Stag’s Leap Wine Cellars Napa Valley 1994 Cabernet Sauvignon. Lo consiguió Alejandro Vigil en Estados Unidos y lo tomamos con un asado en el patio de mi casa. Era una marca mítica, de una de las bodegas que ganaron La Cata de París en 1976. Estábamos tan ansiosos que casi no lo dejamos decantar, pero nos aguantamos un poco y a medida que se fue abriendo nos regaló un aroma y un sabor inolvidables.

Cavas de Weinert Malbec 1992. Fue en la casa de unos amigos queridos, si no me equivoco en 1996. Había un chivo a la parrilla y, cuando abrieron la botella, la volcaron en una jarra de vidrio, a modo de decanter. Me enamoré desde el aroma. Es uno de los vinos más armónicos que recuerdo haber probado, que me llamaba a tomar otra y otra copa. Por suerte había varias botellas.

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