Praga, dolorosamente bella
La capital checa y la imposibilidad absoluta de definir a la belleza con palabras. En la foto, el Puente de Carlos, maravilla del Siglo 14.
Pasar de Sachsenhausen a Praga en un solo día, carretera de por medio, es literalmente como saltar del infierno al cielo. Como transitar desde el peor al mejor lugar de la tierra. Praga me produce el mismo problema que Sachsenhausen, pero a la inversa: ¿Cómo definirlo en palabras? En este caso, por la belleza insuperable de cada esquina, de cada callecita, por los encantadores detalles de cada ventana o de cada flor. Al conocer la historia de la ciudad, me nacen unas ganas irrefrenables de hacer un brindis por Carlos IV (Siglo 14), a quien se le ocurrieron ideas maravillosas como la Torre del Reloj, el Puente de Carlos (nombre obvio), poner la primera piedra de una catedral bellísima o crear la Universidad de Praga. Además de haberle dado todo su carácter al reino de Bohemia.
Praga es para caminarla a morir y para perderse en sus calles empedradas. A cada paso, voy recordando “Cristales de Bohemia”, de Sabina: “En el Puente de Carlos aprendí/a rimar cicatriz con epidemia”. O “Subiendo a Malá Strana/quemando tu bandera en la frontera de la soledad”. Lo digo: Praga es dolorosamente bella. Dolorosamente bella. Una ciudad para amar y llorar, para transitar con el corazón abierto a todas las emociones posibles. De lo que visto, tal vez sólo París se le acerque.
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