Mauricio LLaver
29 marzo, 2024 09:42

El maestro Vázquez Montalbán

La mañana de un domingo de octubre de 2003 me encontré en un diario con la noticia de que había muerto Manuel Vázquez Montalbán en un aeropuerto de Tailandia. Para ese entonces yo colaboraba con la revista de Buenos Aires “Mirá Quién Vino”, y decidí recordar el día en que había almorzado con él, en una nota que se tituló “Un brindis con Manolo”.

Una tarde de agosto de 1998 le envié un e-mail a Alejandro Lomuto, que terminó siendo uno de los jefes de esta revista, con la transcripción de una receta que Manuel Vázquez Montalbán escribió en “La soledad del manager”, la tercera de las novelas de la saga de Pepe Carvalho.

Era un salmis de pato “una manera de cocinar a un pato en sus propias grasas” que Carvalho le preparaba a su amigo Fuster durante una madrugada, al cabo de la cual Fuster le agradecía la locura porque de lo contrario “hubiera pasado la noche tontamente durmiendo”.

Unos meses después de aquel mensaje, en noviembre, recibí una noticia milagrosa: Manolo Vázquez Montalbán venía a dictar una conferencia a Mendoza. Como es de imaginar, manipulé las cosas en mi diario para hacerme cargo de la entrevista. Pero no fue una entrevista convencional. Junto con dos colegas del diario Los Andes lo llevamos a un almuerzo en La Marchigiana, uno de los clásicos de la ciudad.

Mientras le preguntábamos de todo “porque sabía de todo, y para colmo respondía con solvencia” hice abrir dos vinos para introducirlo a nuestra vitivinicultura, de la que conocía por entonces poco y nada (después se informó, y lo reflejó en “Quinteto de Buenos Aires”). Eran un Malbec Paul Galard, que por entonces elaboraba Chandon, y un Montchenot, el clásico de López.

Después de que le explicara algunas cosas básicas del Malbec, Manolo lo probó sin demasiados rodeos y, con una flema más propia de un inglés que de un español dionisíaco, dijo sencillamente: “Es muy interesante para combatir la dictadura del Cabernet”. Aunque después de la comida, que compartimos también con su esposa, se tomó de postre una segunda copa del Montchenot, el más español de los vinos argentinos, que visiblemente le agradó mucho más.

Yo me acuerdo bien de aquel almuerzo por varias razones.

Una, por el recuerdo escrito, una dedicatoria de su novela “El balneario”, que dice escuetamente: “Para Mauricio, por ‘el balneario’ compartido. 1998”.

Y otra, por una torpeza periodística que cometí, por la cual me insulté durante varios de los días posteriores. Durante la entrevista le pregunté en un momento por Biscuter, el ayudante de Carvalho que le compra las provisiones y le cocina en su oficina. Manolo contó que se había inspirado en un hombre que robaba autos y al que había conocido durante los meses que pasó en la cárcel, a principios de los ’60.

Pero en realidad yo no había querido preguntarle por Biscuter, sino por el Bromuro, un personaje de “La rosa de Alejandría” que denunciaba que en España le echaban bromuro al agua para mantener atontada a la población. El problema es que reparé en mi error después de la entrevista, cuando ya era tarde. Pero me juré que cuando lo volviera a encontrar, lo primero que haría sería preguntarle por el Bromuro.

Por supuesto que aquel no ha sido el único error de mi carrera profesional. He cometido muchísimos más, y mucho más estruendosos. Pero éste, imperceptible para los lectores, fue el que más me dolió en mi intimidad. Confundir al Bromuro con Biscuter. Sólo a un idiota como yo podría ocurrirle.

Ahora el dolor es todavía más grande, porque sé que no lo voy a poder reparar. Ha sido parte de mi duelo por Manolo, al que he llorado callado, mientras sentía esas raras angustias que provoca la muerte de las cosas que más queremos: la idea de irnos quedando solos, la sensación de que se nos van cayendo pedazos de nuestra alma, la horrorosa constatación de lo frágiles que somos.

Un adiós tan temprano, tan innecesario, hace pensar también en la urgencia de la gratificación. En saber que ese trago de esta noche, esa velada con amigos, esa receta por experimentar, son los mejores atajos para esquivarle a la muerte, escondida en este rincón, en ese cruce, en aquella cama fúnebre o en un exótico y absurdo aeropuerto de Bangkok.

Ya no podré preguntarle por Bromuro a Manuel Vázquez Montalbán. Ahora sólo me queda el recurso de repasar silenciosamente sus mejores páginas hasta que aquella torpeza se transforme, con el tiempo, en una sonrisa. Manolo, Pepe, Bromuro, Biscuter, Fuster: brindo por ellos. Nos releeremos eternamente.

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